Siete maravillas de la vitivinicultura Argentina


En la amplia geografía del vino nacional existen algunas rarezas que alcanzan a entrar en la categoría formada por todo aquello que, de diferentes maneras, genera sorpresa y asombro.


No por nada tienen tanto éxito los libros Guinness o el legendario programa de Ripley, "Believe or not". La fórmula de lo insólito, de lo raro, de lo fabuloso, cuenta siempre con una legión de seguidores incondicionales. Ocurre que la capacidad de asombro nunca se pierde del todo. Aunque esa sana fascinación por lo extraño y lo bizarro suele caer, muchas veces, en el terreno de la morbosidad, es una de las cosas que le dan sentido a nuestra existencia. Esta característica de la personalidad no se agota a lo largo de la vida, si bien tiene un significado sensiblemente más profundo durante la niñez. Aún así, en cierto modo, todos seguimos siendo chicos, y no existe quien no sienta la piel de gallina cuando se enfrenta a portentos naturales o artificiales tales como la Gran Muralla, las cataratas del Iguazú, las pirámides de Gizeh o el glaciar Perito Moreno.
Pero el asombro por lo curioso no se limita a los extremos superlativos; no siempre son las cosas enormes y colosales las que producen maravilla. También hay historias más pequeñas, curiosidades localizadas tan dignas de ser descubiertas y conocidas como las más impresionantes por su envergadura física. Con esa filosofía, se puede hacer una pequeña lista de las “maravillas” del vino argentino.
Por supuesto, la nómina siempre estará abierta a las discusiones, pero también se trata de la diferencia entre las distintas experiencias personales. El siguiente es un primer intento por esbozar siete cosas genuinamente curiosas de la vitivinicultura argentina, cada una a su manera.

Algo más que muy al sur
La viña de Bernardo Weinert en El Hoyo de Epuyén tiene muchas características singulares dentro de los parámetros argentinos: la más austral, la más occidental, la única influenciada climáticamente por el océano Pacífico, entre otras. Pero nos detendremos solamente en dos: la niebla y los pájaros.
La bruma es tan espesa que la visibilidad se dificulta, por lo que la cosecha debe realizarse por la tarde, o sea, exactamente al revés de lo que pasa en otra región del país.
Otro motivo de asombro es que los viñedos están íntegramente protegidos por mallas metálicas para evitar el ataque masivo de los pájaros. La explicación de este fenómeno es muy simple: todo el valle se caracteriza por la producción de frutos rojos y berries, especialmente frambuesas, cerezas, frutillas, cassis, grosellas, corintos y arándanos, que son el alimento principal de las aves. Dado que la cosecha de uva se produce en fechas realmente tardías (hasta el 8 de mayo) y que en ese momento ya no quedan frutas, todos los plumíferos voladores del valle se van para el viñedo, lo que hace necesaria una protección especial para evitar la depredación de los racimos.

La cuba más grande de América
Durante las décadas de apogeo de los grandes contenedores de roble era frecuente que cada establecimiento acreditara un alto porcentaje de su capacidad conformado por recipientes de ese material. La bodega Santa Ana llegó a disponer de 222 vasijas de madera, entre cubas, fudres y toneles, que sumaban poco menos de siete millones y medio de litros; casi el 60% de la capacidad total de producción. Pero una de aquellas piezas se destacaba netamente del resto: la gran cuba de 300.000 litros, señalada como la mayor de América. Fue construida en 1920 por artesanos especializados que fueron contratados y traídos de Francia, al igual que todo el material necesario. Aunque ya no se usa, la gran pieza permanece intacta en su lugar de emplazamiento original.

El viñedo lunar de Palo Domingo
La geografía vertiginosa de Salta produce algunos paisajes verdaderamente notables, como el “balcón terraza” de Yacochuya. Con todo, pocos lugares generan la sensación de estar caminando por un viñedo implantado en la Luna. Así sucede con la finca de Palo Domingo en el paraje Las Flechas, ubicado a una hora de viaje desde Cafayate y al que se accede por el lecho seco de un río. En ese lugar, la plantación se ve interrumpida en varios sectores por la presencia de piedras enormes que se alzan de manera vertical y que el cultivo rodea. El efecto visual resultante es muy particular ya que no se trata de una conjunción frecuente en el territorio argentino: viñedos y rocas gigantes.

Una finca bien agreste al sur del Río Negro
Al borde del Río Negro, sobre la ribera sur, en una zona a la que sólo se llega por balsa, está ubicado un viñedo propiedad de la bodega Estepa, conducido de acuerdo con un original concepto agronómico. En efecto, las 15.000 plantas de Malbec y Cabernet Sauvignon implantadas allí crecen junto a la flora autóctona de la zona (retamos, jarillas, chañares y cactus) y son regadas una por una con mangueras utilizando agua extraída por bombeo. Tal particularidad le asigna al lugar un aspecto raro, que a simple vista no se asemeja a una explotación vitícola ni a nada que se le parezca.

El bosque encantado de Malbec cimarrón
A unos 20 kilómetros de Carmen de Patagones se halla otra de las curiosidades de la vitivinicultura nacional. Y aquí hay que detenerse para hablar muy en serio porque ya no se trata solamente del marco visual ni de la ubicación. De hecho, tal vez estemos en presencia del fenómeno vitícola más fantástico del mundo. En ese lugar increíble, al costado de un brazo muy poco conocido del río y en un sitio totalmente alejado de la civilización, perdura una viña abandonada hace más de sesenta años. Es simple: un día, allá por la década del 40, sus propietarios se fueron y dejaron todo a la buena de Dios. Pero las vides sobrevivieron, gracias al agua subterránea, sin riego, sin conducción, sin tratamientos y sin nada, y se convirtieron en un “bosque” de ramas serpenteantes, de tamaño descomunal. La identidad varietal de las cepas resulta difícil de creer, pero es un hecho: se trata de Malbec con un ciclo vegetativo casi idéntico al del Pinot Noir.

Monte Balbano, donde el agua desafía la gravedad
La propiedad que hoy cobija a la bodega Atamisque posee (o al menos poseía hasta hace algunos años) una curiosidad digna de ser experimentada. El desnivel del terreno dentro de la propia finca es muy pronunciado y un sinuoso camino de tierra tipo cornisa baja desde la parte más alta, donde existe un mirador que domina todo el valle de Tupungato. Ahora bien, en un sector de su traza, el estrecho camino se ve acompañado por una acequia que corre paralela, a un costado. Pero mientras el viajero se dirige en sentido descendente puede observar que el agua discurre, a su lado, en la dirección contraria. Se trata de una ilusión óptica que desafía los sentidos creada sin querer por la naturaleza. Existe una diferencia imperceptible entre la inclinación del sendero y la de la acequia. Los dos bajan, pero el hecho de que lo hagan en direcciones opuestas y uno al lado del otro genera esa sensación irreal.

La vieja bodega que resiste los terremotos
Muchos saben que la bodega González Videla es la más antigua de Mendoza aún en pie y una de las más longevas de nuestra patria. Construida en Panquehua en 1856, permanece todavía en manos de su familia fundadora. Se dice, entre otras cosas, que las vides implantadas allí por Carlos González Pinto en sus inicios fueron obtenidas directamente de manos del legendario Michel Pouget, introductor del Malbec en Mendoza. Pero, aparte de la vejez, su mayor curiosidad reside en que el mismo edificio permanece intacto después de 153 años y de vaya a saber cuántos terremotos. Probablemente la suerte, o quizás un buen diseño, o ambas cosas juntas han hecho que todavía podamos visitar este establecimiento mitológico de la industria del vino cuyano.

F:elconocedor