La etiqueta es la tarjeta de presentación de un vino y uno de los factores principales para diferenciarse en las góndolas. El diseño y la información desempeñan un papel estratégico y pueden llegar a definir una venta.
Para los enófilos más avezados, la etiqueta es sólo un elemento externo que no determina por sí solo la calidad del líquido que está dentro de la botella, y mucho menos justifica su precio. Pero el porcentaje de este tipo de público conocedor y bien informado es, dentro del total de compradores potenciales, realmente muy bajo. La inmensa mayoría de la gente no dispone de los elementos de juicio ni de la experiencia suficiente como para saber de manera más o menos efectiva si tal o cual bodega produce vinos que se adapten a su gusto o a sus necesidades particulares del momento.
Por lo tanto, los rótulos que acompañan de manera eventual o constante los envases (etiquetas, contraetiquetas, collarines, marbetes, etcétera) siguen siendo el único modo de informarse acerca de las bondades del producto. De hecho, junto con el diseño del packaging y su valor estético, constituyen un factor clave, absolutamente trascendental, definitivamente decisivo a la hora de vender una botella de vino.
No cabe ninguna duda de que los datos proporcionados hoy en día por los productores son mucho más completos y útiles que sus similares de hace veinte o treinta años. Pero creo que todavía no se ha llegado a un consenso medianamente sólido dentro de la industria sobre la necesidad imperiosa de avanzar en ese tipo de información, tal vez porque no se toma en cuenta la verdadera envergadura que tiene. Y ello, a su vez, ocurre por el simple hecho de que nadie se pone en el lugar de ese anónimo individuo que llega a la góndola con muchas ganas, con grandes expectativas, con todo el sano ímpetu del entusiasta, pero sin la menor idea respecto a los factores que inciden en el estilo, en la calidad o en las características diferenciales del artículo que va a adquirir. Así, el consumidor bisoño sólo dispone de dos maneras certeras que lo pueden ayudar: una es el asesoramiento personalizado y otra es la observación atenta de las etiquetas. La primera puede considerarse eventual (no siempre está disponible), medianamente confiable (no siempre resulta profesional y de buena fe) y ajena a cualquier tipo de reglamentación que la regule. La segunda, en cambio, es constante y está atada a ciertas leyes que obligan a exhibir un puñado de datos elementales, como el alcohol, el azúcar (en los casos pertinentes), el contenido del envase, el código del establecimiento vinificador, su domicilio y el número de análisis efectuado por el Instituto Nacional de Vitivinicultura (INV). Desde luego, todos ellos sólo tienen por objetivo cumplir con las normas establecidas y difícilmente determinan la elección final de compra. Siguiendo este razonamiento incontrovertible, porque es una simple realidad, considero un verdadero error no proporcionar la mayor cantidad posible de elementos informativos en las etiquetas.
Es cierto que muchas bodegas lo hacen, pero se trata de las menos. En la mayoría de los casos, la información de los envases sólo se reduce a los datos obligatorios y a escuetos, poco creíbles y mal redactados mensajes de afectada sonoridad lírica, poética o histórica. ¿Cómo no ven las empresas del ramo esa enorme oportunidad de hacerse conocer sin costo alguno, ya que de todos modos siempre tendrán que poner un rótulo en las botellas, más grande o más chico? ¿Por qué motivo no abundar allí en datos tan útiles y tan difíciles de difundir por otros medios? ¿Para qué brindar tanta información a la prensa especializada y no hacer lo mismo en los propios envases? ¿Saben acaso las bodegas a cuántos miles de consumidores les gusta, o al menos les interesa, saber algo más sobre el vino que tienen en su copa, sobre la composición varietal exacta, las características de los viñedos, las particularidades de la elaboración, los tiempos de crianza y las sugerencias de servicio referidas a temperaturas, aireación, maridajes y demás? ¿Acaso nadie se dio cuenta todavía de que la etiqueta es el único medio que tiene el 90% (mínimo) del público de acceder a esa información? ¿Y de que muchísima gente, más de la que muchos creen, se toma su tiempo en la misma góndola para observar y leer lo que dicen las botellas antes de decidir su compra? Cada día escucho más quejas provenientes de las bodegas medianas y pequeñas respecto a la competencia desleal, a la imposibilidad de pelear con las más grandes y a la lucha casi caníbal por encontrar nichos. Creo que las etiquetas bien informativas son un modo sencillo de mejorar, al menos en parte, esa situación. Incluso me animo a pronosticar que muy pronto se volverán una necesidad imperiosa frente a esa especie de torre de Babel en que se ha convertido el mercado de vinos argentinos.
Fuente: http://www.elconocedor.com