Felipe Pigna, uno de los máximos referentes argentinos de la ciencia que estudia nuestro pasado, reflexiona sobre el rol del vino en una serie de importantes sucesos que hacen a la historia de la Argentina.
Desde su irrupción en los medios, Felipe Pigna rompió con el estereotipo del historiador: una persona acartonada que repetía sin cesar los mismos sucesos que durante siglos el poder de turno se encargó de escribir y difundir… Esos que nos enseñaron prolijamente en nuestra infancia, los que nos hicieron representar en actos escolares.
Ese cúmulo de mitos, que abarca gran parte de los dos últimos siglos, es el que Pigna se propuso desbaratar desde que estudiaba en el Instituto Nacional del Profesorado Joaquín V. González, donde se recibió, con el único objetivo de acercarle la historia a la gente, narrada de otra manera, más didáctica, más entretenida… Para él, nuestro pasado es un capital social colectivo. Claro que sus puntos de vista le valieron elogios y críticas, defensores y detractores.
Curioso por naturaleza, le alcanza el tiempo para hacer de todo: escribe (es el autor, entre otros libros, de los cuatro volúmenes de Los mitos de la historia argentina, un suceso editorial), conduce el ciclo de entrevistas ¿Qué fue de tu vida? por Canal 7, director de la revista Caras y Caretas y del sitio El Historiador… y la lista sigue. “Soy muy metódico para el trabajo; me levanto muy temprano pero a las 19 horas corto el día. Lo que no pude hacer hoy, lo haré mañana. Además, en esto de la historia no hay apuros, de eso se trata”, nos dice con una sonrisa.
En los estantes de las bibliotecas que tapizan las paredes conviven souvenirs de sus viajes, enciclopedias, manuales y obras de los más diversos autores. Es un amante confeso de nuestros vinos: “Disfruto mucho degustar etiquetas que no conozco; además, siempre ceno con vino”.
¿El vino estuvo presente en los acontecimientos importantes de la Argentina?
En las jornadas del Cabildo Abierto del 22 al 25 de mayo de 1810, algunos documentos dejan constancia sobre el consumo de vino generoso por parte de los allí convocados, que seguramente provenía de los dos bodegones decentes que había en torno a la plaza: la Fonda de los Tres Reyes, propiedad de un genovés llamado Juan Bonfillo (sobre la actual calle 25 de Mayo), y La Casa de Monsieur Ramón (sobre la actual calle Defensa), en la cual un auténtico chef francés preparaba comidas para llevar y tenía una escuela donde las señoras enviaban a sus esclavos a aprender a cocinar.
Durante la etapa colonial, el Virreinato del Río de la Plata tuvo un gran desarrollo económico. Cada región tendió a especializar su producción para el intercambio con otras. Cuyo, por ejemplo, producía vino y aguardiente. Con la gobernación-intendencia de José de San Martín, entre 1814 y 1817, esta incipiente industria se fue profesionalizando en busca de una calidad superior con la llegada de enólogos franceses y a través de un trabajo muy profundo en el tema del agua y el riego de los viñedos basado en los esquemas de los habitantes originarios, los huarpes.
Hay una anécdota con San Martín de protagonista que habla precisamente sobre la calidad de los vinos mendocinos…
Exactamente… San Martín era sobrio en el comer y en el beber, pero eso no opacaba su buen gusto. Era un gran conocedor de vinos y le gustaba hacer descripciones de los diferentes ejemplares de Europa, pero particularmente de los de España. Para probar lo que sabían sus oficiales sobre vinos y a fin de darles una lección acerca de una mirada que se estaba haciendo un tanto popular por aquellos días, la de optar por lo extranjero por pensar que era mejor, San Martín cambió las etiquetas a una botella de vino de Málaga y le puso la de uno de Mendoza y viceversa. Al servir una ronda del de Málaga con el rótulo de Mendoza, los oficiales no quedaron satisfechos; sin embargo, al convidarlos con una copa del falso Málaga, todos dijeron que era delicioso, que se notaba la mano de viticultores con experiencia y que no había punto de comparación. San Martín, enojado, los increpó, les contó la verdad y dejó en evidencia que se elegía lo de afuera antes que lo local. Un hecho que demuestra a las claras la personalidad e inteligencia de San Martín.
En el cruce de los Andes, ¿los soldados llevaban vino para combatir el frío?
Sí, se transportaba en cuernos de vaca como recipientes individuales porque no había dinero para comprar cantimploras. En realidad, eran para el agua, pero se dice que alguno que otro llevaba más de uno con vino o aguardiente para no sufrir los embates de ese clima hostil.
¿Qué otros personajes que forjaron los primeros pasos de nuestra nación tuvieron una relación directa con el vino?
En general, y dentro de sus posibilidades, casi todos. Si bien no tenían muchas ocasiones para disfrutarlo con tranquilidad porque las campañas militares y las batallas ocupaban gran parte de sus tiempos, ni bien tenían la posibilidad lo hacían. Domingo Faustino Sarmiento fue otro de los personajes salientes que estuvieron emparentados con la vitivinicultura, sobre todo cuando fue gobernador de San Juan (1862-1864) desde donde impulsó la educación y el desarrollo de las ciencias agrarias en todo el país.
El vino, además, tuvo en esos tiempos, hasta casi la llegada del nuevo siglo, una particularidad muy especial, y creo que aún la sigue manteniendo: ser la bebida para los festejos. De hecho, en muchas oportunidades durante la Guerra de la Independencia, los oficiales solían premiar a sus tropas con copas llenas de vino después de una victoria.
¿A partir de qué momento el vino se transforma en un consumo popular?
La popularidad la alcanza cuando se incrementa notablemente el consumo durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón (1946-1952). Fue muy impresionante el acceso masivo a distintos bienes de sectores que durante mucho tiempo habían estado postergados, no sólo electrodomésticos o automóviles sino también alimentos como la leche, la carne, el pan… y el vino. En este último caso, como se superó la oferta, el Gobierno Nacional autorizó su estiramiento con el agregado de agua para que alcanzara para todos. De ahí en más, diría que es un hito de su presencia en la cotidianeidad, hasta entrada la década del 70, el vino se convierte en un hábito de la mesa. Aparecen las damajuanas, los vinos sueltos y los “pingüinos”. Yo viví esa época, la del tinto con un chorrito de soda en las comidas... era la bebida de los almuerzos y las cenas; la Coca Cola se tomaba sólo en los cumpleaños.
¿La sofisticación del vino de los últimos años ha sido el punto de inflexión para que esta bebida no se convierta en un símbolo de la argentinidad?
Es muy probable. Todavía no terminamos de identificar al vino como un elemento de argentinidad y no cabe ninguna duda de que hoy por hoy lo es, ya que nos representa y nos hace quedar muy bien parados en el mundo. Tal vez esto tenga que ver con el mensaje que la industria estuvo difundiendo sobre el vino a partir del nuevo siglo, en el cual la sofisticación y la calidad se convirtieron en sinónimo de elite, alejándolo de la gente con la consecuente pérdida de la identificación.
Lo paradójico del asunto es que, a la vez que la comunicación apuntaba a una minoría selecta, la mayoría de las bodegas no dejó de elaborar un amplio abanico de opciones en todos los rangos de precios porque sabían –y saben– que hay un gran público para todas esas propuestas. Entonces, en vez de hablarle sólo a unos pocos, por ahí deberían haberse focalizado en el conjunto.
¿Nacional y popular podrían definir lo que debería ser el vino?
Perfectamente. Es que el vino recorre todo el país y ha sido un elemento transversal –y en muchos casos, complementario– a los acontecimientos históricos; es parte de nuestra cultura y pese a que aún no tiene hinchada propia, por lo que decía de la argentinidad, en algunas personas despierta grandes pasiones porque es un elemento vivo. Es por eso que se le hacen canciones, poesías, obras… Hace poco tuve la oportunidad de conversar con Horacio Guarany, un ícono de nuestro folclore y un amante con todas las letras de tintos y blancos, quien me comentó que, al alcanzar la fama, se mudó a una casa en el barrio de Coghlan, de la Ciudad de Buenos Aires. En el terreno lindero, también de su propiedad, construyó lo que él llamó “el templo del vino”, un espacio destinado a agasajar a sus amigos, que tenía parrilla, horno de barro, biblioteca, sala de música con piano… y una enorme cava llena de botellas. Allí se reunía a disfrutar con personajes de la cultura, el arte y el deporte, como Armando Tejada Gómez, Froilán González, Juan Manuel Fangio, Los Chalchaleros, Alberto Olmedo, Jorge Cafrune…
Es muy interesante pensar que el vino esté asociado a ciertos momentos de alegría de la gente…
Sí, claro. Sucede que el vino es la bebida social por excelencia y no hace diferencia de clases. En reuniones populares, el choripán y vino es infaltable; mientras que en festejos de sectores pudientes es, por ejemplo, queso Brie y un tinto de alta gama. La bebida, calidad más, calidad menos, es la misma. En Coplas de baguala del Valle Calchaquí, Atahualpa Yupanqui dice: “Y el rico le dice al pobre, ¡Calavera, chupador!, y el rico chupa en su mesa, y el pobre en el mostrador. Dios hizo al vino y al hombre, pa’ que se puedan juntar, Dios es Todopoderoso, ¡hágase su voluntad!”.
Hoy en día, el vino da mucho prestigio, ¿por qué es tan difícil ver testimonios fotográficos o artísticos que vinculen con el vino a próceres o actores ligados a las decisiones del país?
Hasta no hace mucho tiempo la imagen del vino no era muy buena que digamos porque siempre estuvo emparentada con el exceso y el alcoholismo. En nuestro país hubo graves problemas con esta enfermedad por circunstancias culturales que iban más allá del placer de beber o acompañar una comida: el famoso “copetín al paso” o un vaso de “cabezón” (un tinto al que se llamaba así porque rápidamente se subía a la cabeza) servía a los obreros mal pagos para desquitarse de la situación que vivían. Y se tomaba mucho vino porque era más barato que otras bebidas, incluso hasta la década del 20 del siglo pasado era más económico que la cerveza. A mediados de los 40, en la Argentina peronista, el doctor Ramón Carrillo, al frente de la Secretaría de Salud Pública, desarrolló fuertes campañas en contra del alcoholismo con cierto éxito, obviamente acompañadas de una suma de contenciones sociales y un país en el que había posibilidades de trabajo, de tener la casa propia, de educación…
¿A Perón le gustaba el vino?
Sí, le gustaba y a Evita también, pero en ese sentido ambos eran muy sanmartinianos, muy austeros tanto en las bebidas como en las comidas, que solían ser elaboraciones sencillas; almorzaban y cenaban casi siempre lo mismo: asado con papas y vino con soda.
Sin pretender que hagas futurología, pero basándonos en todo lo que sucedió en todo este tiempo, ¿cómo crees qué serán nuestros vinos en 100 años? ¿Seguirán acompañando los sucesos del país?
Seguramente, ya que su evolución se nota a diario: frecuentemente tenemos mejores ejemplares, más etiquetas y propuestas para degustar, nuevos lugares de producción… Si bien ya es parte de nuestra cultura, con el paso del tiempo se va a ir arraigando aún más en nuestras costumbres… El vino tiene vida y, además, es uno de los inventos más lindos de la humanidad.
Fuente: http://www.elconocedor.com