¿Qué quiere decir que el vino es nuestra bebida nacional?

¿Qué quiere decir que el vino es nuestra bebida nacional?


Conocé por qué blancos y tintos representan mucho más que una bebida y son parte de nuestra identidad.


Un par de meses atrás, cuando se firmó el Decreto 1800/2010, seguramente mucha gente gustosa de disfrutar del buen vino, gente que incluso se puso contenta y que festejó la decisión de la presidenta, se detuvo un segundo a pensar y se preguntó: ¿qué quiere decir “realmente” que el vino es nuestra bebida nacional?
Ya pasada la firma presidencial del decreto, ya pasado el festejo, ¿hemos logrado respondernos de manera cabal sobre las implicancias que tiene considerar el vino como un emblema más de la argentinidad?
Que el vino sea la bebida nacional de los argentinos quiere decir justamente eso; que porque hace aproximadamente 200 años que hacemos vino, porque desde siempre fuimos uno de los pueblos que con mayor pasión lo bebimos, porque es parte de nuestra cultura y de nuestra alimentación, porque representa una industria viva y noble de nuestro país, y por muchos más porqués, el vino es nuestra bebida nacional.
Y este marco histórico, esto de hacer vinos incluso antes de que formalmente fuéramos un país, es sumamente importante. Es, justamente, lo que rescata el decreto de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner: realza el hecho de que el vino es para nosotros una cuestión de ADN, que es un elemento identitario de nuestra cultura.
Esto no significa otra cosa que decir que el vino para nosotros no representa lo mismo que para una señora inglesa que hace apenas unos años descubrió que una copa de Torrontés salteño o de Alvarinho portugués antes de cenar es una especie de bendición. Ni significa lo mismo que para un neoyorquino adinerado, es decir, un símbolo de estatus digno de puntajes y competencias. El vino para nosotros es la bebida nacional porque para muchos era la bebida que mezclada con soda y hielito bebíamos al mediodía desde la más tierna pubertad. Es lógico que el vino sea nuestra bebida insignia, ¿no creen?
Y esto es clave porque el decreto lo que hace es darle al vino la categoría de alimento separándolo del conjunto que engloba el concepto “bebidas alcohólicas”, respetando así el trayecto que tuvo a lo largo de los años en nosotros y nuestra gente; respetando el devenir que tuvo en nuestro país. El vino no puede ser bebida nacional en Noruega, ni en El Salvador, ni en Kazajstán, básicamente porque de ninguna manera forma parte de la cultura de cada uno de esos países.
Pero, además, fíjense cómo muchas veces algunos alimentos han sido representantes icónicos de ciertos momentos políticos. Recuerden la pizza con champagne, el maridaje menemista de los wannabe, o bien al tristemente célebre grupo sushi delarruista. Fíjense cómo ambos resumían parte del espíritu de esa coyuntura política. En el primero, el champagne francés que entraba favorecido por el tipo de cambio era un ícono del trágico uno a uno. El buen gusto de Corach, Kohan y Cavallo nunca dio para ir más allá de la pizza, pero el reviente de las empresas estatales les permitía, como a los raperos que se hacen ricos de un día para el otro, gastar dólares y más dólares en champagne, que no sabían bien qué era ni qué representaba, pero en ese momento no importaba, parecía sofisticado y ostentoso; todo un signo de los tiempos.
Luego llegó el sushi, que simbolizaba la sofisticación de la comida preferida del grupo de simuladores delarruista (Ramiro Agulla, Antonio de la Rúa, Darío Lopérfido y Hernán Lombardi, entre otros) cuando se juntaban en los bares del barrio de moda del momento: Las Cañitas. Allí pasaban horas pensando genialidades que –lógicamente– nunca materializaron y comiendo niguiris y sashimis. Yo los he visto infinidad de veces en el ya desaparecido restaurante La Corte; eran tan, tan toscos que comían sushi con Escorihuela Gascón Syrah, vino que habían adoptado como insignia. Recuerdo que un día la sommelier del restaurante les recomendó el Viognier de la bodega, mucho más adecuado para el pescado… “no, mamita, traé el Syrah”, le contestaron.
Pues bien, hoy, dada la política que está llevando adelante el gobierno actual revalorizando diferentes elementos nacionales, es absolutamente coherente esta decisión de reivindicar el vino como una bebida nuestra. Es, además, un reconocimiento a como la actividad ha integrado a una importante cantidad de pequeños y medianos productores permitiendo la convivencia entre viñateros de diversas escalas, donde la búsqueda de la viabilidad económica de todos estos actores es un factor de fortaleza y diferenciación frente a vitiviniculturas altamente concentradas que existen en otros países productores, como Chile sin ir más lejos.
Pero atenti: es también un reconocimiento a las circunstancias que convierten cada botella de vino argentino que se descorcha fronteras afuera en un embajador de nuestra tierra. Y que lleva consigo una impronta muy argentina, que es la reunión, el vino en la mesa familiar, el asado compartido con los afectos. Ese espíritu también va de la mano del vino argentino. Por eso, es justo el reconocimiento.
Por último, este decreto es, además, un resguardo, una salvaguarda, un blindaje en términos jurídicos, que defiende a nuestros blancos y tintos de quienes eventualmente pretendan meter al vino, a nuestra bebida nacional, dentro de algún paquete de medidas antialcohólicas, como si prohibir fuese más eficiente que educar y contener socialmente.
El vino, entendámoslo, no es una bebida alcohólica para nuestra sociedad. El vino es un alimento y un elemento de la idiosincrasia argentina, que con los años ha logrado hacerse de una densidad cultural. Por eso, considerar el vino como bebida nacional es una idea genial; otra manera de revalorizar lo nuestro a través de una industria cien por ciento propia en la que dos fuerzas, la naturaleza y el trabajo del hombre, se unen para elaborar un producto que es mucho más que un placer.


Fuente: http://www.elconocedor.com