¿Qué sucede con los vinos dulces?
Tras su redescubrimiento y puesta en valor por parte de la industria vitivinícola nacional, los vinos dulces no han cesado de colmar las góndolas locales. Sin embargo, semejante abundancia contrasta con una demanda localizada casi exclusivamente en determinados segmentos específicos.
La presencia de un vino dulce luego de la comida no es algo nuevo ni exclusivo de nuestros días. En esta porción del mundo que damos en llamar Occidente, desde el tiempo de los romanos hasta hace unos cuarenta años, los postres y la sobremesa eran típicamente acompañados por todo tipo de caldos con esas características. Y en determinadas épocas históricas de ese amplio período (como la era victoriana), tales productos estuvieron tan de moda que su consumo llegó a equiparar al de los vinos secos de mesa. Sin embargo, después de la Segunda Guerra Mundial, la copita de vino dulzón con el postre cayó en desuso, primero lenta y luego vertiginosamente, y perdió el sitial de privilegio que ocupaba entre las preferencias de la gente. Hacia mediados de los setenta, ciertos exponentes mundiales de gran calidad pero poca fama, como los Muscats del mediodía francés, el Tokaji húngaro o el Mavrodaphne griego, disminuyeron sus ventas y su producción hasta casi desaparecer. Otros con mejor prensa, como el Oporto y el Sauternes, sobrevivieron merced al mercado británico, el mayor consumidor de vinos dulces en el mundo. La Argentina, mientras tanto, no estuvo ajena a tales vaivenes. Los otrora renombrados “vinos de solera” sanjuaninos, los mistelas y los licorosos en general dejaron de producirse en masa a comienzos de los ochenta con la supervivencia de un par de marcas líderes que, en rigor de verdad, lograron continuar en el mercado gracias a que las amas de casa utilizaban sus productos para mojar los bizcochuelos y aromatizar los tucos.
Así y todo, con el acta de defunción a punto de ser firmada, los buenos vinos dulces naturales se reanimaron súbitamente a principios de los noventa ayudados por una combinación de factores que incluyó moda, sentido de la oportunidad y capacidad de innovación. Su redescubrimiento se basó en la búsqueda del máximo placer en el momento de la sobremesa y en la asociación del consumo con los mayores niveles de sofisticación y refinamiento (sin duda, dos estigmas muy atractivos). Aquí, en nuestras latitudes, los años de convertibilidad trajeron consigo diferentes ejemplares de Oportos, Sauternes, Tokays y hasta Icewines, que de ese modo volvieron a verse en las mesas de los hogares y restaurantes gourmand de la Argentina. Pero mucho más frenético fue el crecimiento del segmento producido por las propias bodegas argentinas, que en pocos años se lanzaron a elaborar y presentar en masa un estilo que rápidamente dio lugar al estereotipo comercial llamado “tardío”. Se trata de blancos vinificados con uvas ligeramente sobremaduras, sin llegar a la pasificación ni mucho menos, que dan como resultado productos melosos, de importante contenido azucarino, con ciertos aromas típicos que recuerdan a confituras y un característico gusto glicerinado. Con ligeras variantes, pero muchos elementos comunes entre sí, la nueva categoría comenzó a crecer hasta convertirse en algo bastante común, quizás demasiado para un público que aún hoy no se ha adaptado completamente a su consumo.
Los riesgos de un segmento saturado
Al mismo tiempo que los vinos dulces tipo tardío comenzaban a proliferar por las góndolas de vinotecas y supermercados, era posible advertir algunos elementos de similitud en cuanto a imagen: botellas alargadas de medio litro, etiquetas bastante elaboradas y nombres casi siempre alegóricos a vendimias largamente demoradas en plácidos otoños de idilio. También los precios trepaban hasta valores importantes, supuestamente justificados por las partidas pequeñas y exclusivas, lo que no ha dejado de suceder hasta hoy. En contraposición con esa uniformidad de packaging y precio, las etiquetas dulces exhiben al menos una notoria diversidad de cepajes incluidos en su composición, individualmente o en corte. Hay tardíos de Chardonnay, Semillón, Sauvignon Blanc, Torrontés y Viognier, entre otras variedades involucradas, si bien no es frecuente que las diferencias entre unos y otros especímenes sean realmente notorias.
Hace al menos un par de años que esta invasión ha comenzado a dar muestras de sus flaquezas. Como suele ocurrir cuando se trata de cuestiones que no resultan positivas, los referentes de la industria se muestran muy cautelosos (cuando no temerosos) a la hora de dar una opinión “oficial”. Pero fuera de las conversaciones formales, todos coinciden en que el segmento se encuentra completamente “planchado” por diversas razones, que resultan interesantes para enumerar y analizar. En primer término, bodegueros y comerciantes citan el monstruoso crecimiento de marcas ocurrido en la última década, que ha llegado a superar holgadamente la demanda. Sólo algunas etiquetas históricas y otras económicas (ver recuadro) parecen moverse con algo de soltura, mientras que el resto duerme la siesta del olvido en las estanterías.
También se menciona la equivocada política de precios llevada a cabo por la mayoría de las bodegas elaboradoras de “tardíos”, que llevó los valores a sumas habitualmente superiores a los cuarenta o cincuenta pesos para un tipo de vino no reconocido por la gente como algo que justifique semejante erogación. Y, fundamentalmente, a la indiferencia de la masa consumidora nacional, que prefiere la sobremesa con espumantes (incluso secos) o con el mismo vino que acompañó la comida. Hay un dato que confirma esto último de manera lapidaria: muy pocos restaurantes disponen de tardíos en sus cartas, lo que habla a las claras de un consumo que no ha adquirido la relevancia suficiente como para crear una demanda a tono con la generosa oferta. Así, la industria vitivinícola local se encuentra en una verdadera encrucijada entre discontinuar productos o invertir en costosas y largas campañas para educar a un público que, en general, se muestra cada vez más reacio a ser educado.
Los tiempos que vienen serán testigos del final de esta historia comenzada hace pocos años. Por lo visto, la aceptación del vino dulce como una costumbre gastronómica habitual y natural no parece estar cercana, pero la miríada de etiquetas existentes parece pedir soluciones urgentes. Sólo así se evitará una masiva extinción de marcas que, tal vez, ya mismo se esté gestando.
Fuente: http://www.elconocedor.com