La verdadera influencia del origen


Fabricio Portelli opina que el origen de un vino no debe ser interpretado únicamente como sinónimo de calidad, sino que ejerce un poder mayor, ligado a las costumbres y preferencias de los consumidores.


No hace falta entrar de lleno al mundo del vino o ser un enófilo para aprenderse de memoria la máxima que dice que los mejores vinos vienen de Francia, o del Viejo Mundo, en referencia a Italia y España específicamente. Y si bien acá no estoy hablando de hacer un juicio de valor cualitativo comparando esos vinos con los nuestros o los del Nuevo Mundo, debo reconocer que el origen del vino tira; y está bien que sea así.
Por un lado, está la historia, irrefutable y principal generadora de experiencia; algo que en vitivinicultura es esencial. Pero también es importante en el consumo ya que muchos de los parámetros a los cuales se aferra el consumidor nacieron del marketing, y la clasificación de los Grands Crus Classés de 1855 es uno de los mejores ejemplos. Hechos como éste, o como el famoso juicio de París de 1976, encabezado por Steven Spurrier e inmortalizado en la película Bottle Shock, no hacen más que inflar el mito. Claro que hay una infinidad de vinos que son reales, como lo fue la degustación que coronó al Chardonnay de Napa Valley Chateau Montelena por encima de los mejores Grands Crus de la Borgoña. Son cientos de miles los vinos que giran por el mundo y siguen conquistando paladares.
Esas etiquetas, más allá de la diversidad que suponen, están promoviendo principalmente una diferencia sustancial: su lugar de origen. Porque se sabe que la cosecha, que las variedades, que la vinificación, que la bodega y que una larga lista de etcéteras también hacen de la diferenciación uno de los mayores atractivos de esta bebida. Pero volvamos al análisis profundo del origen para ver si descubrimos hasta dónde influye. Dejando de lado la calidad, suponiendo que está fuera de discusión, llegamos al significado. Es decir, qué significa ese vino para nosotros. Pero tampoco me quiero meter con eso porque ya lo hice (ver editorial El Conocedor 78). Esta vez quiero ir más profundo, o mejor dicho, indagar más sobre lo subjetivo.
Como todos, entiendo que muchas veces la imaginación juega un papel fundamental, sobre todo el de agrandar las cosas. En el caso de los vinos, el mito se agiganta con cada frase escuchada o leída sobre tal o cual famoso vino del mundo. Algo que nuestra sed de enófilos multiplica y automáticamente surge el deseo casi desesperado de degustar ese vino, cueste lo que cueste. Por suerte, se trata de un momento pasajero y nuestra vida continúa, rodeada de los vinos de siempre. Pero es cierto que algo de eso queda en nuestra memoria y que por más que podamos disfrutar buenos vinos argentinos a diario, será muy difícil desterrar a los otros de nuestras mentes.
Sin embargo, cuando se tiene la posibilidad de deleitarse con los vinos del mundo, incluso muchos de ellos en su entorno, el panorama se aclara y las dudas se despejan, de la misma manera que la acidez firme de un Sauvignon Blanc o los taninos incipientes de un Cabernet limpian el paladar. ¿Y saben qué?, es tranquilizador porque hay algo que nunca va a cambiar. Por más que la calidad de los blancos y tintos de Bordeaux sea indiscutible, o el Champagne imbatible, o la elegancia y austeridad de los Borgoña inigualable, o los buenos Chianti incomparables, o los tintos del Piamonte únicos, como los de Rioja o los de Ribera del Duero, o los Shiraz australianos y los kiwi Sauvignon Blanc (neozelandeses) impactantes, o los Pinotage sudafricanos sorprendentes… estamos acostumbrados a nuestros vinos. Al Malbec con toda su generosidad frutal, al Torrontés con todos sus ímpetus, y a todos los demás bancos y tintos nacionales generalmente amables, generosos y expresivos de nuestros terruños.

Claro que esto no significa que seamos ignorantes, sino más bien es consecuencia del trabajo que se viene haciendo en los últimos diez años y gracias al cual gozamos de una gran cantidad de vinos de excelente calidad. Y son ellos los que moldean nuestro paladar, los verdaderos generadores de nuestros gustos y placeres. A fin de cuentas, voy a tener que darle la razón a Miguel Brascó y a su insistencia sobre el paladar genético. Porque si bien él se refería a otros vinos y a otros tiempos, yo creo que ahora nos pasa lo mismo. Nuestras costumbres, en este caso, vinos, se han convertido en nuestras preferencias. A esto yo lo llamo la verdadera influencia del origen.


Fuente:
http://www.elconocedor.com